Esta mañana me terminé de leer de un tirón Los abismos de Pilar Quintana (a quien admiro y agradezco sus generosas palabras sobre mi novela).
Me atrapó por completo la historia de la niña, Claudia, que narra el mundo que la rodea.
Como ya lo había hecho en La Perra, Pilar demuestra su maestría para generar atmósferas, examinar el mundo femenino y conseguir que la naturaleza que acompaña a los personajes no sea solo una escenografía sino un elemento vital y simbólico.
Me conmovieron profundamente esas mujeres atrapadas en cárceles sin paredes (incluso más terribles que cualquier prisión) y también los hombres, prisioneros de otras maneras, como ese padre huérfano incapaz de amar (y amarse) que solo se permite experimentar realmente la rabia y la necesidad de posesión, todo lo demás lo asusta, mientras se aferra a su trabajo y a su rutina diaria para aislarse y protegerse.
¿Cómo puedo conectar con otros cuando algo está roto en mi interior? Ser madre no sana nuestras heridas y, a veces, puede solo hacerlas más profundas.
En mi novela hablo mucho de poner palabras donde no las hay, de nombrar aquello que no se dice, que está ahí, latente, pero no queremos definir. Sentí que eso justamente lograba hacer Pilar, describir ese desasosiego, esos abismos reales e intangibles que nos atraen, esa sensación de vivir rodeados de una niebla perpetua que no nos deja ver más allá.
Pensé, también, en los personajes de Marvel Moreno y en ese llamado, o como uno quiera decirle, a escribir esas historias que siempre han estado ahí, en conversaciones familiares, en chismes de pasillo, en las tapas de las revistas. Historias que todos, todas, oímos o vimos pero que solían discutirse de manera banal o decirse en voz baja, en susurros y que, finalmente, están siendo contadas.