Basta ver los bien logrados y originales minutos iniciales de Divines (2016) para intuir el fuerte lazo que une a Douina y Maimouna, dos amigas inseparables que han crecido en un suburbio pobre de París.
Mientras Maimouna pertenece a una familia tradicional, respetuosa de las tradiciones y que intenta velar por la educación de su hija, Douina vive en un campamento con su madre que parece, más bien, otra adolescente, y sus particulares amigos.
El abandono, las carencias, la falta de un padre y, sobre todo, la imposibilidad de soñar con poder cambiar este destino por las vías tradicionales -el estudio y respeto a las reglas-, han llenado a Douina de rabia.
Maimouna la acompaña, la secunda, le brinda su amor incondicional, aunque el abismo al que se asoma su amiga no la atraiga tanto y juntas imaginan un futuro en el que podrán obtener lo que desean con fervor: tener dinero para comprar todo lo que desean, como si eso lo solucionara todo. Precisamente, una de estas secuencias en las que se permiten soñar con un futuro de riqueza es realmente una deleite visual.
La directora, Houda Benyamina se acerca de manera respetuosa y sentida a estos dos personajes marginales y cuenta un poderoso relato cuyo epicentro no es otra cosa que el valor de la amistad.
Visualmente la película es impecable y demuestra, con creces, por qué su directora ganó la Cámara de Oro en Cannes el año pasado.
Las actuaciones no se quedan atrás: Oulaya Amanra, quien encarna a Douina, y que es hermana de la directora, luchó por demostrar que ella, a pesar de no haber vivido las mismas situaciones que la protagonista podría encarnarla con soltura, efectivamente lo demuestra con creces, atrás no se queda la sensible, dulce y divertida Maimouna, interpretada por Debora Lukumena. A este dúo se suma Rebecca, una imponente Jisca Kalvanda, quien consigue dar vida y hacer creíble a una temible líder del barrio (rol que estamos habituados a ver interpretado por un hombre) para quien Douina empezará a trabajar en busca de conseguir su sueño y tener, como lo repite incansablemente: Money, money, money.
Pero, como era de esperarse, las cosas no son tan fáciles. A los retos, cada vez más peligrosos y arriesgados, que empezará a imponerle Rebecca se suma un encuentro inesperado: un talentoso y guapo guardia de seguridad que también persigue un sueño: convertirse en bailarín profesional.
Estos dos caminos, el de Douina y el bailarín, tan aparentemente opuestos, consiguen integrarse de manera armónica en la película lo que permite no sólo añadir bellas y estéticas secuencias en las que el cuerpo y la danza son protagonistas sino, además, sumar temas a la compleja radiografía social que quiere realizar la directora. Quizás, finalmente, el arte sí permite un tipo de comunicación real (más allá de las palabras y la rabia) y una vía de escape tangible a una realidad que parece cortar todos los caminos.
La desesperanza, la sociedad de consumo, el círculo vicioso generado por la marginalización, la búsqueda de construir un camino propio, son algunos de los temas abordados, sin concesiones, en esta buena película.