Como western que se respete el paisaje es un elemento clave en la narración, los grandes planos nos muestran estos paisajes inmensurables (fue filmado en Nueva Zelanda), tierra enorme y deshabitada en la que todo es posible: empezar de nuevo o encontrarse con la muerte súbita y violenta.
El talentoso y multipremiado Robbie Ryan es el encargado de la fotografía, su mirada enriqueció películas como Fish Tank y American Honey, y no es la excepción aquí en la que la mayoría de las acciones suceden en paisajes abiertos que más que servir telón de fondo terminan por complementarse e ilustrar las emociones de los personajes.
La banda sonora a cargo de Jed Kurzel, el mismo que compuso la música de otra de mis recomendaciones anteriores: The babadook, es otro de los aciertos. Los diferentes temas consiguen combinar una cierta ligereza, con la melancolía de Silas y las expectativas y anhelos del joven Jay.
¿Quién o qué fuerzas mandan en este lugar? ¿Qué códigos rigen ante la inmensidad del territorio? La violencia contra los indígenas, la discriminación, el hambre y el desespero están presentes. A la belleza , finalmente, la tocan también la oscuridad y la violencia.
El director aprovecha esto al máximo mientras desarrolla el particular vínculo que se establece entre este hombre adulto, curtido y cínico que encuentra en Jay una nueva posibilidad de mirar las cosas, una manera, perdida por estas tierras, de relacionarse con otros.
La búsqueda, ingenua y romántica de Jay no es otra cosa que la persecución de un ideal soñado e inalcanzable pero cuya belleza, dada por la pureza con la que es ansiado por el muchacho, consigue irradiar lo que toca, incluso, tal vez, el corazón endurecido de Silas.
Luces y sombras en este western sobrio, sencillo y corto que relata con fineza un viaje de transformación por tierras inhóspitas.