Si algo caracteriza a las historias del escritor y director Andrés Burgos, es su interés por contar las vivencias, temores y anhelos de personajes corrientes que, por diversas razones, han terminado atrapados en situaciones de las que no pueden escapar fácilmente.
Tras publicar varias novelas y hacer un cortometraje en el 2012, Andrés Burgos consiguió realizar su sueño de escribir y dirigir una película. Ese año estrenó Sofía y el terco, a la vez que publicó la novela del mismo nombre, complementaria a la película, junto con el guión de la misma.
En ese primer trabajo, Burgos se centró en la historia de Sofía, una mujer mayor, cuyo mayor anhelo es conocer el mar, sueño al que su marido, el terco, le pone, año tras año, numerosas trabas. Un día, confrontada al inefable paso del tiempo, decide hacer realidad su sueño sin importar lo que deba afrontar para lograrlo.
En Amalia, la secretaria, su segundo largometraje, la protagonista del título es una mujer madura que, tras un temprano embarazo juvenil, ha visto su vida confinada a una serie de rutinas y obligaciones. Marcela Benjumea, quien la encarna, consigue hacerla creíble y generar empatía en el espectador hacia esta mujer que ha visto los años pasar, casi sin darse cuenta, mientras un rictus de amargura y tristeza se ha anidado en su cara.
Los días de Amalia hubieran seguido transcurriendo uno tras otro, sin mayores contratiempos, si no fuera porque dos situaciones introducen un cambio en su rutina: una, la extraña actitud de su jefe en la empresa familiar en la que Amalia heredó el cargo de secretaria de su mamá; y, en segundo lugar, la irrupción de Lázaro, un técnico de mantenimiento, que empezará a pasar mucho tiempo en su oficina. Este último, interpretado por el veterano actor Enrique Carriazo, hará su mejor esfuerzo, mientras nos arrebata varias sonrisas, para acercarse a esa mujer que se ha mantenido sola ya demasiado tiempo.
Burgos se toma el tiempo para presentar y construir a sus personajes con diálogos en los que el pasado de cada uno y las dificultades que atraviesan se van evidenciando, no todo está dicho sino insinuado, mientras desfilan unos pocos, pero bien construidos personajes secundarios que contribuyen a ampliar la paleta y que introducen también, como en el caso del intenso y comprometido profesor de baile, interpretado por Fabio Rubiano, elementos humorísticos.
Lo cierto es que si se mira bien, no hay nada divertido en estas pequeñas tragedias personales en las que, cada uno de los personajes, a su manera, ha terminado prisionero de sus miedos e inseguridad y, mucho más triste, atrapado también por quienes ama. Esto último se ve tanto en Sofía, quien no ha conocido el mar porque su marido se lo ha impedido, como en Amalia que ha terminado viviendo por y para otros, definiéndose a partir de ellos. Por sus padres, su hija, su jefe, ha ido aplazando anhelos y sueños, se ha castigado por los errores del pasado y se ha acostumbrado a obedecer permitiéndose, eso sí, de tanto en tanto, pequeñas y sutiles venganzas. Lo bonito e inesperado es la manera como Burgos consigue introducir el humor, la liviandad e incluso la belleza en estas situaciones. Y es que, finalmente, hay algo de cómico en estos “destinitos fatales” y más cuando por un instante parece abrirse una posible puerta de escape que se teme cruzar.
El logro de Amalia, la secretaria, y que la diferencia de otras comedias nacionales, está en que producen risa las situaciones pero no los personajes, ellos están, en todo momento, provistos de dignidad. Hay, además, algo inocente e infantil en estas vidas cortadas, vividas a medias, en las que no se ha tenido la fuerza de explorar sus propios límites, ni correr riesgos y es por eso, también, que conmueve y entusiasma ver a estos personajes, confrontados a sus propias limitaciones, buscar con sencillez y torpeza cambiar la manera como han hecho las cosas hasta entonces.
Publicado originalmente en Cero en conducta