Visitar un cementerio es conocer la manera como un pueblo e relaciona con la muerte.
Afuera está la vida y aquí, adentro de los muros, se simula que la muerte no existe. Se disfrazan los huesos y la podredumbre con mármoles y figuras.
Cada tumba cuenta una historia a nosotros deternos e interpretarla. Rellenar con palabras las nombres que el tiempo ha borrado, las losas corridas donde ya no se depositan flores.Después del cementerio central en Bogotá, el que más he visitado es el Père Lachaise, el más grande de París.
Como las ciudades los cementerios se transforman, cambian, y el Père Lachaise, me temo, lo hace a gran velocidad.
Las viejas tumbas son destruidas para dar paso a modernos mausoleos aburridos y parecidos entre sí. Otras tumbas son vandalizadas, placas desaparecidas, revendidas en mercados negros..como esta que estaba en la tumba del escultor y músico francés Arman, que con humor de ultratumba decretó «Al fin solo».
A la tumba de Wilde la recubre ahora un vidrio que la protege de los besos furtivos que siguen, en todo caso, inundando el mausoleo.
Los múltiples cambios no alteran, por ahora, el conjunto de este imponente cementerio convertido cada año en atracción turística donde el visitante de turno puede aspirar a tomarse una selfie con lo que alguna vez fue un vivo y sentirse, por qué no, parte de la historia de este otro humano del que alguna vez oyó hablar. Pero, sobre todo, aún es posible caminar por los largos corredores de esta enorme necropolis, en donde la luz se cuela sobre los árboles y aparece sorpresas en cada rincón.
Los cementerios cuentan historias diversas, de amores perdidos y encontrados, de soledad y tristeza pero también hablan de la vida que transcurre afuera, se inundan del ruido de los vivos y son un espejo de los deseos, esperanzas, valores y creencias de quienes depositan allí sus muertos.