«Perro no come perro» dice el clásico refrán, pero en la realidad que pretende reflejar esta película eso ya no es cierto, los de la misma especie han decidido atacarse entre sí.
«Estos animales se volvieron malos» dice un subtítulo de la película y esta misma frase sale de la boca de El orejón una especie de patrón al que todos le temen, cuando contempla impasible como sus pescados han resuelto comerse entre sí.
¿Cuál es la situación que genera el problema esta vez: el narcotráfico,la desigualdad social, la corrupción? todas ellas finalmente porque más que en señalar un problema la película se centra en mostrar como todos estos componentes han creado una sociedad donde los códigos morales se han trastocado por completo.
Marlon Moreno, en una actuación más que impecable, le da vida a Victor Peñaranda quien no duda en apropiarse, apenas ve la oportunidad, de unas doláres que le encargaron recuperar. Eso ocurre durante los diez primeros minutos de la película y de ahí en adelante veremos a Víctor empezar a sortear obstáculos esperando salir airoso con su botín. Lo paradójico es que él sigue siendo el encargado de recuperarlo así que este buscador que, finalmente, se busca a sí mismo debe mantener la compostura y la calma mientras el círculo parece cerrarse a su alrededor.
A acompañarlo en su misión vendrá Eusebio Benitez (Oscar Borda), que se une a Peñaranda, ignorando que ya está sentenciado a muerte por su último asesinato y que le han hecho magia negra para que llegue al día señalado completamente aterrorizado.
La película está filmada toda en un tono particular que acentúa la frialdad de las acciones. Así como El Colombian Dream, de Aljure, es una avalancha de colores aquí estos se han opacado por completo, las caras se ven verdosas, los personajes parecen muertos en vida. Realidad descolorida en la que la maldad parece haber triunfado.
Pocas veces he estado en una sala de cine viendo una película colombiana y no he escuchado risotadas ante los insultos o refranes populares, aquí, les aseguro, la sonrisa se borra rápidamente de la cara y el aparente leit motiv chistoso que aparece durante toda la película, una llamada equivocada que resuena sin cesar en el cuarto de hotel donde están confinados los personajes, terminará con un trágico desenlace.
¿Cómo reirse mientras vemos a Víctor caer hacia el abismo? ¿Cómo no retorcerse en la silla al seguir a este personaje impávido, frío y retraído que ha perdido a su familia y que intenta jugarse su última carta, esa que cree que lo va a salvar mientras a sus pies van cayendo los muertos y él se va deshaciendo de los últimos rastros de humanidad que le quedan? El dinero es una simple excusa, una suerte de amuleto con el que espera reparar un daño hecho, una suerte echada, unas cartas jugadas en mal momento, pero ya no hay vuelta atrás.
Desesperanzadora, trágica, el viaje hacia el Hades que emprende nuestro protagonista va acompañado por las secuencias de magia negra, el folclor africano que vive entre nosotros, y que, en este caso, vienen a reforzar la idea de las fuerzas oscuras, los demonios y malas energías que parecen estar ganando la partida.
Almas en pena que buscan venganza, organizaciones criminales que han convertido el asesinato en un acontecimiento banal, humanos animalizados que se lastiman entre sí, fuera de control, sin sentimientos.
Ahí está Victor con sus tatuajes de Love en el brazo, con su mirada fría, su dolor a cuestas y el peluche que espera entregar en un momento y que se irá desintegrando junto con sus sueños; Víctor parece mirarnos, parece pedir una segunda oportunidad antes de desaparecer para siempre y difuminarse en esta sociedad que hemos creado a pulso en años de decadencia, masacres y violencia sin que hayamos podido hacer nada para detenerla.